martes, 6 de abril de 2010

Miguel Hernández, Antología


Este año 2010 se conmemora el nacimiento del poeta alicantino Miguel Hernández. Como buena parte de las cosas que estudiamos en el colegio, recordamos su vida y su obra poco y mal y sentimos una especie de recelo atávico a volver sobre aquellos pasos. Cavafis o Éluard son dignos de ser descubiertos, dignos de que nos maravillen, pero me pregunto qué nos habría pasado de haberlos tenido en el temario del instituto.

Este centenario es una gran excusa para leer con ojos renovados a Miguel Hernández, nexo indiscutible, a pesar de su vida truncada, entre la Generación del 27 y los poetas de posguerra.

Han querido los críticos, con su afán kantiano, clasificar la poesía del de Orihuela en tres etapas: una ultraísta y gongorina, la segunda íntima y garcilasiana y la tercera, social. Yo me quedo con El rayo que no cesa (1936), esos veintisiete sonetos de corte clásico, sobre la frustración del amor. Muchos nos sonarán en su lectura. Son sencillos, visuales, sensoriales y profundamente significativos, como el que comienza así: “Me tiraste un limón, y tan amargo”.

Bajo una aparente sencillez, sus poemas rezuman sinceridad, a través de un lenguaje muy visual, audaz en metáforas, que resulta cercano al tomar elementos del romancero.

Dicen que al final de su vida, la poesía de Miguel Hernández se decantó hacia lo social, transitó del yo al nosotros. Las angustias del poeta se identifican con las de todos los hombres, la poesía nace del pueblo y es el poeta quien convierte la voz del pueblo en materia poética, para más tarde devolvérsela al pueblo. De ahí los versos siguientes: “Vientos del pueblo me llevan,/ vientos del pueblo me arrastran,/ me esparcen el corazón,/ me aventan la garganta.”

Si queréis ver el vídeo de este programa (17/02/2010), pinchad aquí.

1 comentario:

  1. Una vez estuve visitando la casa (que ahora es museo) de Miguel Hernández, en Orihuela, donde nació. Hice la visita con un amigo que era de Redován, el pueblo de al lado. Este amigo mío me contaba como en el pueblo Miguel Hernandez, en aquel entonces, tenía mala fama; decían de él que era un vago porque, mientras los demás trabajaban en el campo, el raro de Miguel se pasaba los días a la sombra de una higuera escribiendo no sé qué tonterías.

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